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viernes, 27 de enero de 2012

El Principe Cuervo


Érase una vez, en un país muy lejano, un duque empobrecido que vivía con sus tres hijas.Ahora bien, las tres hijas del duque eran igualmente hermosas. La mayor tenía el pelo oscurísimo, tanto que brillaba con visos negros y azules; la mediana tenía unos rizos de color fiero como el fuego, que enmarcaban una cara de piel blanca como la leche, y la menor era dorada, toda ella, pelo, cara y figura, por lo que parecía bañada por la luz del sol. Sin embargo, de estas tres doncellas, sólo la menor poseía la bondad de su padre. Se llamaba Aurea.


La tierra colindante al este de la del duque estaba gobernada por un poderoso príncipe, un hombre que no temía ni a Dios ni a ningún mortal. Este príncipe era cruel, además de codicioso. Le envidiaba al duque la munificencia de su tierra y la felicidad de su gente. Un día, el príncipe formó un gran ejército e invadió el ducado, asolando la tierra y saqueando las casas, hasta que su ejército quedó rodeando las murallas del castillo ducal. El anciano duque subió a las almenas y contempló el mar de guerreros que se extendía desde el pie del castillo hasta el horizonte. ¿Cómo podría derrotar a un ejército tan poderoso? Lloró por su gente y por sus hijas, a las que sin duda violarían y matarían. Cuando estaba así atenazado por la desesperación, oyó una voz rasposa:

—No llores, duque. Aún no está todo perdido.


El duque se giró hacia la voz y vio un inmenso cuervo posado sobre el parapeto. El pájaro se le acercó de un salto y ladeó la cabeza.

—Te ayudaré a derrotar al príncipe si me das en matrimonio a una de tus hijas.

El duque se estremeció de indignación.

—¿Cómo te atreves? Me insultas al insinuar que yo llegaría a pensar siquiera en casar a una de mis hijas con un polvoriento pájaro.

—Bonitas palabras, amigo mío —dijo el cuervo, riendo—. Pero no te des tanta prisa. Dentro de un momento vas a perder a tus hijas y tu vida.

El duque contempló al cuervo y vio que no era de ninguna manera un pájaro corriente. Llevaba al cuello una cadena de oro de la que colgaba un rubí con la forma de una pequeña y perfecta corona. Miró nuevamente hacia el ejército que amenazaba a sus puertas y, comprendiendo lo poco que tenía que perder, aceptó el impío convenio.


En el instante en que el duque aceptó su proposición, el cuervo se elevó en el aire con un potente movimiento de las alas. Al mismo tiempo, como por arte de magia, por la puerta de la torre del homenaje salió un ejército. En primer lugar lo hizo un batallón de diez mil hombres armados con espadas y escudos. A estos los siguieron diez mil arqueros, con largos y letales arcos y las aljabas llenas de flechas. Por último, salieron diez mil jinetes, con sus caballos haciendo rechinar los dientes, listos para la batalla.

El cuervo voló para colocarse a la cabeza del ejército, que se lanzó contra los soldados del príncipe y el choque sonó como un trueno. Nubes de polvo cubrieron a los dos ejércitos, por lo que era imposible ver algo. Solamente se oían los espantosos gritos de los hombres luchando.

Y cuando finalmente se disipó la polvareda, no quedó ni rastro del ejército del príncipe, aparte de unas cuantas herraduras de hierro sobre la tierra.


La gente del castillo bailaba y gritaba de júbilo. Ya estaba derrotado el enemigo y no había nada que temer. Pero cuando se hallaban en medio de la celebración llegó volando el cuervo, de vuelta, y se posó en el suelo delante del duque.

—He hecho lo que prometí y derroté al príncipe. Ahora dame mi premio.

¿Cuál de las hijas aceptaría ser su esposa? La mayor exclamó que no desperdiciaría su belleza entregándosela a un horrible pájaro. La del medio alegó que puesto que el ejército del príncipe ya estaba derrotado, ¿para qué cumplir la promesa? Solamente la pequeña, Aurea, se mostró dispuesta a sostener el honor de su padre.

Esa misma noche, en una ceremonia, la más extraña que hubiera presenciado nadie jamás, Aurea se casó con el cuervo. Y tan pronto como fue declarada su esposa, él la invitó a montar en su espalda y emprendió el vuelo y se alejó, con su esposa aferrada encima.


El enorme cuervo voló con su flamante esposa montada a su espalda durante dos días y dos noches. Al tercer día pasaron por encima de campos dorados por el trigo maduro.

—¿De quién son estos campos? —preguntó Aurea, contemplándolos.

—De tu marido —contestó el cuervo.

Después pasaron por encima de una extensa pradera, que parecía infinita, toda ella cubierta por reses gordas cuyas pieles brillaban al sol.

—¿De quién son esos rebaños? —preguntó Aurea.

—De tu marido —contestó el cuervo.

Entonces pasaron por encima de un inmenso bosque color esmeralda, que se extendía ondulante por colinas y colinas hasta más allá de donde alcanzaban a ver los ojos.

—¿De quién es este bosque? —preguntó Aurea.

—De tu marido —graznó el cuervo.


El cuervo continuó volando con Aurea otro día y otra noche, y todo lo que ella vio durante ese tiempo le pertenecía a él. Aurea intentaba entender tanta riqueza, tanto poder, pero escapaba a su comprensión. Su padre sólo había tenido el dominio sobre una pequeña fracción de las personas y tierras que poseía ese pájaro. Finalmente, al cuarto atardecer, vio un magnífico castillo, todo hecho de mármol blanco y oro. Los reflejos del sol poniente sobre él eran tan brillantes que le hicieron doler los ojos.

—¿De quién es ese castillo? —preguntó en un susurro, y un vago miedo le llenó el corazón.

El cuervo giró su enorme cabeza y la miró con un brillante ojo negro.

—De tu marido —contestó, riendo.


El cuervo dio una vuelta en círculo planeando por encima del brillante castillo blanco y, mientras lo hacía, de las murallas salieron volando veintenas de pájaros: zorzales, carboneros, gorriones, estorninos, petirrojos, chochines y otros. Les dieron la bienvenida todos los cantos de pájaros que Aurea conocía y muchos que no conocía. El cuervo aterrizó y se los presentó como a los leales componentes de su séquito y personal de servicio. Y aunque el cuervo tenía la capacidad del habla humana, esos pájaros más pequeños, no.

Ese anochecer, los pájaros criados llevaron a Aurea a un magnífico comedor. Allí vio una larga mesa espléndidamente puesta con exquisiteces con las que sólo había soñado. Suponía que el cuervo iba a cenar con ella, pero él no apareció, así que comió totalmente sola.

Después la llevaron a una hermosa habitación, y allí encontró un camisón de vaporosa seda ya dispuesto para ella sobre la enorme cama. Se lo puso, se metió en ella y al instante se quedó profundamente dormida, en un sueño sin sueños.

A medianoche, cuando todo estaba absolutamente oscuro, a Aurea la despertaron unos apasionados besos. Estaba adormilada y no veía nada, pero las caricias eran dulces, suaves. Se dio la vuelta en la cama y sus brazos rodearon el cuerpo de un hombre. Él continuó acariciándola y besándola de una manera tan exquisita, que ella no se dio ni cuenta cuando le quitó el camisón. Entonces él le hizo el amor, en un silencio solamente interrumpido por los gritos de éxtasis de ella. Él se quedó toda la noche con ella, adorando su cuerpo con el suyo. Cuando se acercaba la aurora ella volvió a quedarse dormida, inundada, repleta, de pasión. Pero cuando despertó por la mañana, su amante de la noche ya no estaba. Se sentó en su inmensa y solitaria cama y lo miró todo por si encontraba alguna señal de él. Lo único que logró ver fue una pluma del cuervo, y entonces pensó si su amante habría sido simplemente un sueño.


Aurea vivía en el castillo de su marido cuervo y fueron transcurriendo los meses, muchos meses. Durante el día se entretenía leyendo en los cientos de libros iluminados de la biblioteca del castillo o dando largas caminatas por el jardín. Al anochecer se daba festines con las exquisiteces con las que sólo había soñado en su vida anterior. Tenía hermosos vestidos para ponerse y valiosísimas joyas para adornarse. A veces la acompañaba el cuervo, apareciendo repentinamente en las salas donde estaba o reuniéndose con ella durante la cena sin previo aviso. Aurea fue descubriendo que su marido poseía una mente amplia e inteligente, y la fascinaba con sus conversaciones.

Pero ese enorme pájaro negro siempre desaparecía antes que ella se retirara a sus aposentos para pasar la noche. Y todas las noches, cuando ya estaba oscuro, llegaba el hombre desconocido a su cama y la acariciaba y le hacía el amor de una manera exquisita.


Y así fueron pasando los días y las noches como en un sueño, y Aurea estaba contenta. Tal vez incluso se sentía feliz. Sin embargo, pasados varios meses comenzó a sentir el deseo de ver a su padre. El deseo fue aumentando, aumentando, hasta que todos sus momentos de vigilia empezó a sentir la nostalgia de ver la cara de su padre, y se tornó desasosegada y triste. Una noche, durante la cena, el cuervo dirigió su brillante ojo negro a los de ella y le preguntó:

—¿Cuál es la causa de esa aflicción que noto en ti, esposa mía?

—Deseo volver a ver la cara de mi padre, milord —suspiró Aurea—. Le echo de menos.

—¡Imposible! —graznó el cuervo y se marchó sin decir ni una sola palabra más.

Aun cuando nunca se quejaba, Aurea echaba tanto de menos a su padre que dejó de comer, y sólo probaba alguno que otro bocado de las exquisiteces que le ponían delante. Comenzó a adelgazar y a consumirse hasta que un día el cuervo ya no pudo soportarlo. Entró aleteando enérgicamente en su habitación.

—Ve, entonces, a visitar a tu padre, esposa —dijo—. Pero no dejes de volver dentro de dos semanas, porque yo perecería pensando en ti si estuvieras ausente más tiempo.


Así pues, Aurea fue a visitar a su padre. Viajó en un coche dorado tirado por cisnes voladores, y llevó muchas cosas hermosas para agasajar a su familia y amistades. Cuando sus hermanas mayores vieron los maravillosos regalos que había llevado a casa la hermana pequeña, sus corazones, en lugar de henchirse de gratitud y placer, se llenaron de envidia y despecho. Poniendo en común las ideas que pasaban por sus hermosas y frías cabezas, las dos hermanas empezaron a interrogar a Aurea acerca de su nuevo hogar y de su extraño marido. Así, poco a poco, se fueron enterando de todo: de las riquezas del palacio, de los criados alados, de las exquisitas y exóticas comidas y, lo más importante, del silencioso amante nocturno. Al oír eso último, sonrieron, ocultando sus sonrisas tras sus blancas manos, y comenzaron a plantar las semillas de la duda en la cabeza de su hermana menor.


¿Quién era ese amante?, preguntaron las hermanas, con las frentes arrugadas por la falsa preocupación. ¿Por qué nunca lo había visto a la luz del día? Y puesto que no lo había visto nunca, ¿cómo podía estar segura de que era un ser humano? Tal vez el que compartía su cama era un monstruo tan horrible que no podía dejarse ver a la luz del día. Tal vez ese monstruo la dejaría embarazada de un hijo suyo, y entonces daría a luz a un ser tan horrible que era imposible imaginárselo. Cuanto más escuchaba Aurea a sus hermanas, más se inquietaba, hasta que llegó el momento en que no supo qué pensar ni qué hacer.

Y entonces fue cuando las hermanas le sugirieron un plan.


Así fue como Aurea voló de vuelta en su magnífico coche dorado dándole vueltas en la cabeza al plan de sus hermanas.

El cuervo recibió a su esposa casi con indiferencia. Aurea se sirvió una espléndida cena con él, le deseó las buenas noches y se fue a su habitación a esperar a su sensual visitante.

De pronto él estaba ahí a su lado, más deseoso, más exigente en sus caricias de lo que lo había visto nunca antes. Sus atenciones la dejaron adormilada y saciada, pero se mantuvo firme en suplan y se esforzó en continuar despierta hasta que oyó la respiración apacible de su amante profundamente dormido. Entonces, se sentó con sumo cuidado, para no hacer ningún ruido, y a tientas buscó la vela que había dejado sobre su mesilla de noche.


Con la mayor cautela, Aurea encendió la vela y con ella en alto se giró hasta situarse encima del cuerpo de su amante, a cierta distancia. Al verlo se le quedó atrapado el aire en la garganta, agrandó los ojos e hizo un leve movimiento ante la sorpresa. Fue un movimiento muy leve, pero bastó para hacer caer una gota de cera caliente del borde de la vela sobre el hombro del hombre. Porque era un hombre, no un monstruo ni un animal; un hombre de piel blanca y tersa, extremidades largas y fuertes y pelo negro, negrísimo. El abrió los ojos y Aurea vio que también eran negros. Unos ojos negros penetrantes e inteligentes que en cierto modo le resultaban conocidos. Sobre su pecho brillaba un colgante; este tenía la forma de una pequeña y perfecta corona con unos brillantes rubíes incrustados.


El hombre que estaba a su lado en la cama la miró y luego dijo, dulcemente, con mucha tristeza:

—Así pues, esposa mía, no has sido capaz de dejar las cosas en paz. Aplacaré tu curiosidad, entonces. Soy el príncipe Niger, el señor de estas tierras y de este palacio. Una maldición me hace adoptar la forma de ese horrible cuervo durante el día y ha convertido en pájaros a todos los que forman mi séquito y personal. Mi atormentador añadió una cláusula a la maldición: si lograba encontrar una dama que aceptara libremente casarse conmigo podría vivir como hombre desde la medianoche hasta las primeras luces del alba. Tú fuiste esa dama. Pero ahora llega a su fin nuestro tiempo juntos. Pasaré el resto de mis días en ese odiado cuerpo alado y todos los que me siguen están condenados a eso también.


Aurea miraba horrorizada a su marido. Entonces, por la ventana del elevado palacio entraron los primeros rayos del sol del amanecer, iluminaron al príncipe y su cuerpo comenzó a encogerse y estremecerse con movimientos convulsivos. Los anchos y lisos hombros se fueron encogiendo, encogiendo, mientras su ancha y elegante boca se estiraba hacia delante, endureciéndose, y los dedos de sus fuertes manos se convirtieron en delgadas y deslustradas plumas. Y mientras iba apareciendo el cuervo las paredes del palacio se estremecieron y temblaron hasta que se disolvieron y desaparecieron. Entonces, en medio de un bullicioso batir de alas, el cuervo y los pájaros que formaban su séquito y personal se elevaron hacia el cielo.

Aurea se encontró sola. Se quedó sin ropa, sin alimento, sin techo y sin siquiera agua en una árida y desierta llanura que se extendía en todas las direcciones hasta donde podían ver los ojos.


Sola en ese desierto sinfín, Aurea lloró desconsolada por todo lo que había perdido. Pasado un buen rato comprendió que su única esperanza era encontrar a su marido desaparecido y redimirse ella y redimirlo a él. Así pues, emprendió la búsqueda del príncipe Cuervo.

El primer año lo buscó por las tierras del Este. Allí vivían animales y personas raros, pero nadie había oído hablar del príncipe Cuervo. El segundo año recorrió las tierras del Norte. Allí unos vientos helados gobernaban a la gente desde el amanecer hasta la noche, pero nadie había oído hablar del príncipe Cuervo. El tercer año exploró las tierras del Oeste. Allí había opulentos palacios que se elevaban hasta el cielo, pero nadie había oído hablar del príncipe Cuervo. El cuarto año navegó hasta el más lejano Sur. Ahí el sol ardía demasiado cerca de la tierra, pero nadie había oído hablar del príncipe Cuervo.


El quinto año de su búsqueda, ya avanzada una lluviosa noche, Aurea iba a trompicones atravesando un bosque lúgubre, tenebroso. Unos delgados harapos le cubrían escasamente el cuerpo, tenía ampollas en los pies descalzos, estaba extraviada y agotada. El único alimento que tenía era un trozo de pan seco. De pronto, en medio de la negra oscuridad, vio brillar una parpadeante luz. La luz provenía de una diminuta choza que se alzaba sola en el centro de un claro. Golpeó. Se abrió la puerta y apareció una anciana desdentada y encorvada, casi doblada en dos por la edad, y la invitó a entrar.

—Uy, cariño —graznó la anciana—, esta es una noche muy fría y húmeda para estar sola. Entra a compartir el calor de mi lumbre, por favor. Pero me temo que no tengo nada de comer para ofrecerte. Mi mesa está vacía. Ay, qué no daría yo por tener algo para comer.

Al oír eso, Aurea sintió compasión por la anciana. Hurgó en el bolsillo, sacó su último trozo de pan y se lo ofreció.


Aurea y la anciana se repartieron el trozo de pan y lo comieron sentadas junto al fuego del pequeño hogar. Cuando Aurea estaba tragando el último bocado, se abrió la puerta y entró un hombre alto y huesudo. El viento cerró de un golpe la puerta después que él entró.

—¿Cómo te va, madre? —dijo, saludando a la anciana.

Volvió a abrirse la puerta y entró un hombre con los pelos de punta, como los vilanos del diente de león.

—Buenas noches tengas, madre —dijo.

Entonces entraron otros dos hombres, sus espaldas azotadas por el viento. Uno era alto y bronceado, el otro gordo y de mejillas rubicundas.

—Hola, madre —saludaron al unísono.

Los cuatro hombres se sentaron junto al fuego, y mientras lo hacían, se agitaron las llamas y el polvo giró como un remolino alrededor de sus pies.

La anciana miró a Aurea sonriendo, enseñándole las encías sin dientes.

—¿Ya has adivinado quien soy? —le preguntó—. Ellos son los Cuatro Vientos y yo soy su madre.


La anciana volvió a sonreír al ver la expresión sorprendida de Aurea.

—Mis hijos recorren las cuatro esquinas de la Tierra. No existe hombre ni animal ni pájaro al que no conozcan. ¿Qué es lo que buscas?

Aurea les contó la extraña historia de su matrimonio con el príncipe Cuervo, lo de su séquito y sirvientes alados y lo de su búsqueda de su marido perdido. Los tres primeros Vientos negaron con la cabeza, pesarosos; no habían oído hablar del príncipe Cuervo. Pero el Viento Oeste, el hijo alto y huesudo, pensó un momento y luego dijo:

—Hace un tiempo, una pequeña alcaudón me contó una extraña historia. Me dijo que hay un castillo en medio de unas nubes en el que los pájaros hablan con voces humanas. Si quieres, te llevaré allí.

Entonces Aurea montó a la espalda del Viento Oeste y le rodeó firmemente el cuello con los brazos, no fuera a caerse, porque el Viento Oeste vuela más rápido que cualquier pájaro.

El Viento Oeste voló con Aurea hasta un castillo posado en las nubes alrededor del cual giraban los pájaros. Cuando ella bajó de su espalda, un cuervo gigantesco se posó a su lado y se convirtió en el príncipe Niger.

—¡Me has encontrado, Aurea, mi amor! —exclamó.

Mientras el príncipe hablaba, los pájaros fueron bajando del cielo y uno a uno fueron transformándose nuevamente en hombres y mujeres. Se elevó un fuerte grito de júbilo entre los fieles acompañantes del príncipe. Al mismo tiempo se disolvieron las nubes que rodeaban el castillo y se vio que este estaba enclavado en la cima de una inmensa montaña.

Aurea estaba aturdida por la sorpresa.

—¿Cómo es posible esto? —preguntó.

El príncipe sonrió, y sus ojos brillaron negros como el ébano.

—Tu amor, Aurea. Tu amor ha anulado la maldición.


1 comentario:

  1. Que cuento tan bonito! es tuyo? Esta muy bien escrito.
    Que te parece la serie Erase una vez? la has visto?
    Un besito.

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